viernes, 11 de marzo de 2011

ulularé hasta la afonía.


[...]

Nunca ha tenido hombre alguno una necesidad más
profunda y apasionada de independencia que él. En su juventud, siendo todavía pobre y costándole trabajo ganarse el pan, prefería pasar hambre y andar con los vestidos rotos, si así salvaba un poco de independencia. No se vendió nunca por dinero ni por comodidades, nunca a mujeres ni a poderosos; más de cien veces tiró y apartó de sí lo que a los ojos de todo el mundo constituía sus excelencias y ventajas, para conservar en cambio su libertad. Ninguna idea le era más odiosa y horrible que la de tener que ejercer un cargo, someterse a una distribución del tiempo, obedecer a otros. Una oficina, una cancillería, un negociado eran cosas para él tan execrables como la muerte, y lo más terrible que pudo vivir en sueños fue la reclusión en un cuartel. A todas estas situaciones
supo sustraerse, a veces mediante grandes sacrificios. En esto estaba su fortaleza y su virtud, aquí era inflexible, aquí era su carácter firme y rectilíneo. Pero a esta virtud estaban íntimamente ligados su sufrimiento y su destino. Le sucedía lo que les sucede a
todos; lo que él, por un impulso muy íntimo de su ser, buscó y anheló con la mayor obstinación, logró obtenerlo, pero en mayor medida de la que es conveniente a los hombres. En un principio fue su sueño y su ventura, después su amargo destino.
El hombre poderoso en el poder sucumbe; el hombre del dinero, en el dinero; el servil y humilde, en el servicio; el que busca el placer, en los placeres. Y así sucumbió el lobo estepario en su independencia. Alcanzó su objetivo, fue cada vez más independiente,
nadie tenía nada que ordenarle, a nadie tenía que ajustar sus actos, sólo y libremente determinaba él a su antojo lo que había de hacer y lo que había de dejar. Pues todo hombre fuerte alcanza indefectiblemente aquello que va buscando con verdadero ahínco.

[...]
 .



No hay comentarios: